Soda, sifón y sodero: patrimonio efervescente del alma argentina
Un viaje por el pasado para redescubrir la historia del sifón y la figura del sodero en Argentina, elementos que se convirtieron en un símbolo de la identidad local. Un recuerdo nostálgico del icónico objeto que acompañó a generaciones.

Desde el lejano eco de las carretas hasta el silbido agudo del sifón que abría la tarde en cada hogar porteño, la historia de la soda en la Argentina no es simplemente la crónica de una bebida con gas. Es una postal viva de nuestra memoria barrial, una burbuja detenida en el tiempo que aún chispea en las cocinas familiares y los bares con mostrador de estaño. Y detrás de cada sifón, claro, venía el sodero: ese caballero anónimo del reparto cotidiano, el que conocía la sed de cada casa mejor que nadie.
De la química al arrabal
La palabra «soda», como bien lo señala el monumental informe del Boletín de la Academia Argentina de Letras de 1978, proviene del italiano y, más atrás, del latín salsa («salada»). Pero la bebida carbonatada que llegó a nuestras mesas tiene raíz en la voz inglesa soda water, y empezó su romance con el paladar criollo hacia fines del siglo XIX. No llegó sola: vino acompañada de un repertorio químico y lingüístico que se coló por los intersticios del lunfardo y la necesidad.
El carbonato de sodio, la soda cáustica, el bicarbonato… todo un laboratorio en miniatura detrás de esa botella con alma de cohete. Pero no nos desviemos: lo nuestro es la soda con sifón, la que se sirve en vaso grueso, la que acompaña al vermut, la que apaga el fuego del asado. La que hace cantar al tango y al mozo.
Soda, sifón y vermut: el tridente nacional
La sodita —como se la mima en confianza— encontró en el sifón su envase más noble. Cilíndrico, pesado, con pico de aluminio o bronce, el sifón es objeto de culto. No hay película argentina que se respete sin un sifón sobre la mesa, sin esa escena donde el personaje se sirve un trago con soda y mundo interior.
Y entonces llegó él: el sodero. Aquel personaje que supo ser más que un repartidor. Figura casi mitológica del conurbano y la ciudad, empujaba su camión repleto de sifones verdes o azules, de vidrio grueso. Tenía la paciencia del monje y la fuerza de un toro. Saludaba a todos, sabía los chismes del barrio, y muchas veces también era psicólogo de paso, consejero improvisado o galán intermitente.
Sodero, sifonero y otras palabras que burbujean
El lunfardo, fiel retratista de la vida urbana, no dejó pasar la oportunidad. «Sodero» y «sifonero» se instalaron con naturalidad. Aunque la Academia Española tardó décadas en reconocerlos, en Buenos Aires ya eran parte del ADN barrial desde tiempos de Wilde, Fray Mocho y Grandmontagne. En esas crónicas de almacén, entre tilingos y locos lindos, el sodero ya era leyenda.
La diferencia no es menor. “Sodero” es quien reparte la soda, sea en sifón o botella. “Sifonero”, en cambio, refiere con mayor especificidad al que trae soda en sifón. En un país donde las palabras se ajustan al objeto como guante al mate, ambos términos conviven, pero el sodero lleva la delantera por un cuerpo.
¿Patrimonio cultural?
Hoy, en pleno siglo XXI, con aguas saborizadas y gaseosas con nombres rimbombantes, la soda resiste como emblema. En barrios como Liniers, Boedo, Almagro o San Cristóbal, todavía se escucha el golpe del sifón contra la caja del camión. En el interior, sobre todo en Córdoba o Santa Fe, el sodero sigue llegando. Algunos resisten con botellas retornables, otros se reinventan con sifones plásticos modernos. Pero todos tienen en común lo mismo: el ritual.
¿No será hora de declarar al sodero patrimonio cultural inmaterial? ¿Qué es si no un oficio tradicional, sostenido a puro pulmón, sin franquicias ni algoritmos?
La soda como espejo social
La soda dice mucho más de lo que parece. No es sólo refresco: es identidad. Es el agua del pueblo. En los barrios de clase trabajadora, era y es sinónimo de mesa compartida. En los bares de esquina, aún se la ofrece como gesto de hospitalidad. En los asados, acompaña como testigo silencioso del ritual criollo.
Incluso en la literatura, desde Sábato hasta Talesnik, la soda marca escenas, define personajes, suena como telón de fondo emocional. Y en el cine, ni hablar. Desde Esperando la carroza hasta Luna de Avellaneda, la soda es una forma de decir “esto es Argentina”.
Final con burbujas
La soda no se toma sola. Se toma con alguien. Se sirve con afecto. El sifón, como el mate, exige pausa, compañía, conversación. Y el sodero, que sigue su ruta por las calles argentinas, es un eslabón que une generaciones. Como el lechero, el afilador o el heladero del carrito a pedal, es parte del paisaje emocional de un país que, a pesar de todo, nunca dejó de tener sed.
Fuente: Mario José – Palermo Online Cultura
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